La utopía de la comunicación y la distopía de la inteligencia artificial

La publicidad de una compañía telefónica promete que cuanto más comunicados estemos menos problemas tendremos. Toma su premisa central del sentido común: allí donde hay problemas se resuelven con comunicación, con mayor interacción entre quienes tienen los problemas. A mayor interacción más fácil resolver los problemas. Algo así como que interactuando se entiende la gente. El concepto llevado al extremo nos podría hacer pensar que la guerra en Ucrania se originó, por ejemplo, con la ausencia de comunicación.

Una absurda escena en la que rusos y ucranianos, pongamos Vladímir Putin y Vlodomir Zelensky, comienzan el conflicto debido a la imposibilidad de acceso a líneas telefónicas, satélites, fibra óptica, transporte aéreo, terrestre, marítimo y podría seguir hasta que te canses de leer este párrafo.

Sin embargo, esa idea de comunicación que todos aceptamos se revela falsa para explicar el origen de la guerra. También de otros conflictos. A pesar de ello, es el concepto que está detrás del desarrollo de la inteligencia artificial.

Veamos.

Ese concepto detrás de la comunicación y de la inteligencia artificial cumple ochenta y un años. En 1942 tres científicos de las ciencias duras dieron una conferencia, que recién fue publicada al año siguiente y se transformó en la piedra basal de la noción de comunicación tal como hoy se volvió hegemónica en nuestro sentido común. Norbert Wiener, Arturo Rosenblueth y Julián Bigelow argumentaron allí que lo que importa para definir algo son las relaciones que las cosas tienen entre ellas más que lo que contienen. Lo que importa es la retroalimentación a partir de la comunicación, de la interacción con otro: el “feed-back” reduce la entropía, la muerte de cualquier sistema.

De izquierda a derecha, Julian Bigelow, Herman Goldstine, J. Robert Oppenheimer y John von Neumann en Princeton Institute for Advanced Study.

Sin importar lo que esas cosas sean: un marcapasos, un satélite, la oficina de un secretario de Estado, un dirigente sindical, una molécula biodesarrollada, un actor social, el protagonista de una novela, lo que sea. Cuanto mayor retroalimentación tengan mayor será el beneficio que aporten porque permitirán mantener “vivo” el sistema y reducir así la entropía que es la muerte de cualquier sistema. Todo debe ser pensado como comunicación. Y la comunicación entendida como la interacción y el intercambio entre cosas sean o no humanas.

La desbiologización de la mente es uno de los temas centrales que encaró la inteligencia artificial desde sus comienzos. Equiparar la capacidad de comunicación de cualquier elemento sea humano o no. La prueba de Turing que posibilita conocer si una máquina tiene inteligencia va en ese sentido. Equiparar la capacidad de respuesta de una máquina a la de una persona humana.

Lo que importa es la retroalimentación a partir de la comunicación, de la interacción con otro: el “feed-back” reduce la entropía, la muerte de cualquier sistema.

La carrera de la cibernética, la informática y la inteligencia artificial tiene ese mismo denominador común. La utopía de un mundo en el que a mayor comunicación menores conflictos entre las partes. Por lo tanto, mayor equilibrio del sistema.

Wiener en una de sus obras más influyentes publicada tras la Segunda Guerra mundial, Cibernética y Sociedad, llegó a plantear que es deseable un mundo en el que las máquinas inteligentes, capaces de tomar decisiones que reduzcan los desequilibrios y conflictos, deberían reemplazar a los humanos. Las máquinas, argumenta allí Wiener no toman sus decisiones en función de las ideologías, las emociones, los sentimientos y el poder sino de su inteligencia.

En un editorial reciente de la prestigiosa publicación Project Syndicate Georges Soros advierte que la inteligencia artificial “tendrá un papel importante y seguramente peligroso” en la elección general de 2024 en Estados Unidos.

Desde el lanzamiento del caht bot de inteligencia artificial de Microsoft, chatGPT, en noviembre de 2022 inundaron nuestras plataformas millones de notas apocalípticas o integradas. Incluso aparecieron testimonios de “padrinos” de la inteligencia artificial en su forma moderna, como el ex directivo de Google Geoffrey Hinton, quien aseveró que la IA podría destruir a la civilización. Que “le llevará entre cinco y veinte años superar a la inteligencia humana”. Y que “no tardará en descubrir que logra sus objetivos mejor si se vuelve más poderosa”.

El horror de dos guerras mundiales, un genocidio sin precedentes, paradójicamente creó el caldo de cultivo que impulsó a los fundadores de la cibernética a crear y difundir conceptos que hoy se han vuelto naturales y son el fundamento de herramientas que pueden socavar la forma de vida que conocemos.

La comunicación entendida como aquello que posibilita reducir los conflictos, llevar las cosas a ciertos equilibrios consensuales, ha posibilitado por ejemplo construir máquinas capaces de hacerlo por nosotros. Y hacerlo a una velocidad que jamás podremos igualar, la de la luz. Con una magnitud de procesamiento de datos que jamás podremos igualar. A pesar de los creadores de la cibernética, máquinas “poderosas” y para nada comparables ni equiparables a los seres humanos.

El conflicto, el malentendido, la riña, el desacuerdo, disenso, agonismo-antagonismo; en suma, los problemas son la expresión de la humanidad misma. La utopía de la comunicación hija de la cibernética nos ha sumergido en una distopía mucho peor, la de la inteligencia artificial. Allí donde hay más de una persona humana hay diversidad de criterios y diferencia. La comunicación o la inteligencia artificial no pueden resolver esos problemas; de hecho, la mayoría de las veces los pueden alimentar, como revelan las advertencias de sus “creadores”. Lo que nos desafía es comprender al otro, aceptarlo, convivir tolerándolo y destruir cualquier forma no humana que se pretenda equiparar a las personas.

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